También en el
infierno es posible la amistad
La gente humilde del campo, en su mayoría, no desea otra cosa que vivir
en paz con su familia y sus vecinos. Cuidar las gallinas, sembrar su huerta y tomar
de la vaca la leche diaria que les ayude a levantar a sus hijos, son sus
mayores aspiraciones. Envían a sus chicos a la escuela sólo porque entienden que
ser iletrados conlleva algunas limitaciones, pero la mayoría se conforma con
que aprendan los oficios que les ayuden a sobrevivir en comunión con la tierra,
las plantas y los animales.
El campesino no entiende mucho -ni quiere saber- de política, de grupos
armados, ni de guerra, y menos entiende de los afanes de poder, expropiación y
destierro que animan a tantos hombres a quienes pareciera que se les ha muerto
el alma. Pero, un día cualquiera, el sol que iluminaba sus tierras se tiñe de
gris; por los ríos ya no corre solamente agua cristalina sino que, cada tanto, arrastra
el cuerpo inerte de alguien que tomó partido o simplemente se negó a estar de
lado alguno; y en las montañas, ya el viento no sopla con su característico frescor
sino que trae a diario infaustas noticias que llenan de desesperanza.
Pero, en medio de tanto dolor y de tanta desazón, los niños siguen alegres
aún sabiendo que no todo es perfecto. Les anima el juego, el color de los
valles y de las montañas, la cercanía de sus mascotas, el afecto de sus padres…
y sobre todo, la amistad.
Es en este ambiente donde transcurre la vida de Manuel, el hijo de
Ernesto y Miriam para quien el fútbol tiene un gran significado, y cuyo padre siente
que “la comunidad no tiene nada que ver con la cosa de ellos (guerrilleros y paramilitares)”.
Julián, es el amigo mayorcito que colecciona los diferentes tipos de balas que
han agrietado su tierra. Y Genaro, a quien ellos llaman “Poca luz”, es el niño
albino a quien alguien pretende convencer –sin razón alguna- de que, por esta característica,
sus perspectivas de vida serán cortas.
Resultado de una larga espera y de unas cuantas frustraciones, “LOS
COLORES DE LA MONTAÑA” fue como aquellos bambús que se pasan largo tiempo
echando raíces, trazando direcciones, y calculando la dimensión de la bóveda
celeste, para luego brotar con ímpetu y esplendor. Y entonces, se reafirma que
lo grande y meritorio es casi siempre el resultado de un gran esfuerzo.
Emotivas y convincentes interpretaciones de aquellos pequeños que, sin
experiencia actoral alguna, lograron una naturalidad enorme. Bien, una vez más,
por Hernán Méndez (el memorable cartonero de “La primera noche”), como el
amoroso y firme padre del pequeño Manuel. Y bien por Natalia Cuéllar, la bella
docente que busca devolver la esperanza de paz a los pequeños.
Estamos ante una de las mejores, conmovedoras y veraces historias que se
hayan contado en el cine colombiano. Cualquier reconocimiento que pueda hacérsele
será más que merecido.
Luis Guillermo Cardona
Título original: Los colores de la montaña
País / año: Colombia, 2010
Director: Carlos César Arbeláez
Guión: Carlos César Arbeláez
Fotografía: Óscar Jiménez
Música: Camilo Montilla, Oriol Caro
Intérpretes: Hernán Mauricio Ocampo (Manuel), Hernán Méndez (Ernesto), Natalia Cuéllar (Carmen), Carmen Torres (Miriam), Genaro Aristizábal ("Poca Luz"), Nolberto Sánchez (Julián).
Duración:90 minutos
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